Come on!

Rivales como experiencia religiosa

La nueva película de Luca Guadagnino trasciende las limitaciones del drama deportivo a través del éxtasis, transformando la pista de tenis en un altar donde el cine-espectáculo lucha por renacer de sus cenizas.
Josh O'Connor  y Zendaya en un fotograma de Rivales.
Se levantó un temporal.Rivales (2024)

* Esta crítica está pensada para leerse tras haber visto la película.

Rivales, el último trabajo de Luca Guadagnino (en colaboración con el dramaturgo y novelista Justin Kuritzkes, que debuta aquí como guionista cinematográfico) se abre con dos planos descontextualizados, casi abstractos: por un lado, dos sombras simétricas se aproximan a una línea divisoria que parte la pantalla en diagonal; por otro, un par de ojos las observan con preocupación. Tendremos que esperar hasta el clímax de la película para entender el significado conjunto de todos esos elementos, pero de alguna manera ya ha quedado establecida la importancia de la mirada en el viaje deportivo-emocional que estamos a punto de abordar. En su ensayo El tenis como experiencia religiosa, publicado en España por Random House, David Foster Wallace avisaba desde las primeras frases que se había propuesto el reto de escribir su exégesis de Roger Federer desde la posición de un simple espectador: para el autor de La broma infinita, donde el tenis también era algo más que simple tenis, solo podíamos entender por completo la magnitud del mito desde una distancia prudencial y respetuosa, pues Federer era “uno de esos raros casos de atletas extraordinarios que está exento de las leyes de la física”. En consecuencia, el texto de DFW tiene algo de Santa Teresa de Jesús en las gradas de Wimbledon. O, dicho de otro modo, un inapelable espíritu místico que se autoimpone la tarea de traducir en palabras un fenómeno tan sobrenatural como (lo que, a ojos de su autor, bien podría ser) la encarnación del tenis mismo.

Guadagnino también parece creer en la geometría sagrada de la cancha, solo que su culto no es apolíneo, como el de Federer, sino dionisiaco. Por tanto, su concepto de catarsis poco tiene que ver con el cartesianismo matemático que Foster Wallace situaba en el centro neurálgico de su milagro deportivo, si bien ambos comparten idéntico destino: el éxtasis que trasciende la vana materialidad de raquetas y eleva tanto a jugadores como a espectadores a otro plano de la realidad, uno donde las líneas rectas que delimitan la pista quedan abolidas para dejar paso al arrebato más puro, al contacto con la maravilla. Solo que, en Rivales, esa experiencia mística es carnal, erótica y tan lascivamente física como solo lo puede llegar a ser dos cuerpos empapados en sudor que se funden en uno solo a través de la red. Hacia la iluminación espiritual por el orgasmo.

De un tiempo a esta parte, la obra del director italiano parece obsesionada con las historias sobre personajes que deben aprender a negociar con su bestia interior, o con esos torrentes pasionales, bajas pulsiones, adicciones, deseos, caprichos o amores irracionales que, de tomar por completo el control de sus vidas, podrían destruirlos sin remedio. Rivales no es una excepción: desde el momento en que el trío protagonista (Zendaya, Josh O'Connor y Mike Faist) sella su destino en una noche cargada de fatalismo, sus vidas y carreras –si es que existe alguna diferencia entre ambas instancias cuando hablamos de atletas de elite altamente competitivos– se desarrollan bajo la sombra de ese fugaz instante de excitación a tres bandas, donde las caretas cayeron cual murallas de Babilonia y las leyes del deseo se confundieron con las del control, dando como resultado un reglamento tan enrevesado, complejo y férreo como el de un partido de tenis. La tesis esencial de Rivales es que hay sets que pueden seguir jugándose incluso trece años después de que sus participantes los den por terminados: para ello, Guadagnino se asegura de cargar su película de paralelismos, resonancias y detalles altamente simbólicos que nos trasladan irremisiblemente a su pièce de résistance, una secuencia escrita, planificada, dirigida, interpretada, montada y musicada como si de un gran evento cinematográfico se tratase. En ocasiones, el cine-espectáculo no necesita recurrir a grandes presupuestos y derroches digitales para erigirse en acontecimiento cultural. En ocasiones, lo único que precisas es un tribeso en una habitación de hotel cargada de feromonas, ambición y abandono post-adolescente.

Rivales se lleva esa ambición de refundar el blockbuster desde una perspectiva más artística (tras quince largos años de abotargamiento superheroico) hasta el enfrentamiento que vehicula toda su narrativa, una sensacional apuesta por llevar hasta sus últimas consecuencias las posibilidades cinéticas e impresionistas del deporte en pantalla que, en ciertos momentos, rima con esas cualidades cenestésicas que David Foster Wallace detectó en Roger Federer: la habilidad de controlar toda su extensión corporal dentro de un entorno dado, propia de los grandes tenistas, se traduce aquí en un formalismo impetuoso y brillantemente enfático, que nunca repite un mismo recurso audiovisual en todo el encuentro y se va volviendo más y más chiflado en sus propuestas a medida que nos acercamos al match point. Para entonces, Rivales se confirma como uno de esos raros casos de películas extraordinarias que están exentas de las leyes de la física, reivindicando por todo lo alto su aproximación, que el personaje de Zendaya llega incluso a verbalizar, al tenis como si de una relación afectiva se tratase. En el cine de Luca Guadagnino, ganar o perder son conceptos seculares, mundanos, aburridos. Nada que hacer cuando los situamos frente al éxtasis de la carne, el alarido arrebatado, la pasión fou de quienes han conseguido, por fin, encontrarse a sí mismos el laberinto de pasiones que los atrapa, define y sublima desde que son adultos.